jueves, 10 de enero de 2013

Grandeza


Miro a través de la ventanilla y observo, según el avión va llegando a Marrakech, una cadena montañosa.  Esas imponentes montañas están, debido al color de nieve, tan blancas como la espina dorsal que sustenta nuestros cuerpos.  Agudizo la mirada a través de mis gafas graduadas, y me sorprende sentir la enormidad de esas moles pétreas entre los fértiles campos que las rodean.

Aterrizo, y como es otoño, al bajar del aparato las caricias del viento besan mi rostro tan suavemente como se posan las hojas de los árboles al caer de sus copas. Paso el control de pasaportes sin problemas, y al salir del aeropuerto, un mini taxi me lleva, entre el enloquecido tráfico de la ciudad, hasta la estación de autobuses. Allí compro un billete y me subo a uno abarrotado que me lleva hasta la ciudad de Demnate, la entrada al paraíso.

Nada más bajarme del autobús, comienzan las bienvenidas, los abrazos, las sonrisas y un leve olor a grandeza comienza a asentarse entre mis fosas nasales.

Según me subo a la baca de la furgoneta que penetra diariamente al valle, ese olor se vuelve más profundo y a la vez más suave. Y tras llegar a lo alto del collado, cuyo descenso me lleva hasta el proyecto de Ag, una sensación de intensa paz comienza a adueñarse de mi alma. Se hace de noche, y ya de lejos comienzo a atisbar en la oscuridad mi destino, mi misión, mi elección.

Llueve, hace frío y viento, y al llegar, unos seres diminutos comienzan a descender de las montañas para recibirme. Al principio parecen sombras salidas de las entrañas de la tierra. Son pequeños, están sucios, visten las mismas ropas desde hace años, sus zapatos son sandalias rotas sin calcetines, y sus rostros están llenos de mocos. Presto más atención, y al fijarme bien, me doy cuenta de que son niños. Aquellos que viven y hechizan con su magia, tratando de mitigar de esta forma las duras condiciones de vida en el valle.

Me bajo de la furgoneta, y poco a poco comienzan a rodearme silenciosamente. Sus enormes, oscuros y profundos ojos están muy abiertos, sus pieles se erizan por el viento congelado, y sus cabellos son negros y rizados por la falta de limpieza y por el frío. Al observarlos, el olor que sentí anteriormente se vuelve más agudo y más fresco. Y de repente…, se produce el milagro. 

En mitad de la oscuridad de la noche una luz refulgente y cegadora ilumina todo el valle. Miro hacia el cielo encapotado, que permanece tenebroso y amenazante, y veo que esa luz no viene del espacio. Cambio el foco de mi mirada, y al bajar la vista me doy cuenta de que la luz viene de esos niños, que a pesar del frío, de la pobreza, del sufrimiento y de la dureza de sus vidas siguen sonriendo. Y es entonces cuando finalmente me doy cuenta del significado de la grandeza…


Y es que esos niños, con su sola presencia limpian mi alma, iluminan mi espíritu, agudizan mis sentidos, traen paz a mi vida, y dan sentido a mi existencia.  Y en esto consiste para mí la grandeza. En tener el poder de transformar almas, de cambiar vidas, de traer luz y alegría con su sola existencia.  Por ello, cada vez que les miro y les siento, ocupan con su humilde esencia, hasta el último lugar de mi abotargada conciencia.   

Entrada escrita por Diego Herrero

2 comentarios:

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